LOS RUIDOS DE LA NOCHE

Los niños lo saben todo de la oscuridad y de la noche. Desde muy pequeños. Su asombro constante por un mundo aún desconocido les lleva a fijarse en cosas que para nosotros pasan desapercibidas, y la noche, con su misterio, es un terreno fértil para sus descubrimientos y fantasías.

Al bebé de un año le llama la atención una ramita tirada en el suelo, la corteza de un árbol o una colilla escondida entre la arena. Así lo corroboro en mis paseos de cada tarde con Gabriele. He llegado a preguntarme, desde hace algunos meses, por qué pensamos que los niños pequeños tienen una atención limitada. Sin duda lo es si valoramos su capacidad de concentración en una sola cosa, pero la atención con la que un bebé mira todas las cosas del mundo es sin duda muy superior a la nuestra: sus intereses son mucho más amplios (creo que no excluyen casi nada), su mirada y su oído más finos, su capacidad para percatarse de lo que sucede es extrema (otra cosa es que no interpreten lo que ven o lo que oyen de la misma manera en que lo hacemos nosotros).

Cuando un adulto mira a un niño pequeño, cuando le sigue en sus exploraciones, se da cuenta de la cantidad de cosas que ya no ve, que ya no oye, que ya no le llaman la atención por haberlas dado por supuesto. Y creo que el aprendizaje creativo y la imaginación que desarrollan todos los niños a edades tempranas tiene mucho que ver con esto. Que quizá la capacidad para concentrarse en una sola cosa, tan útil para el trabajo, no sea necesariamente lo mejor para los niños muy pequeños. Y que los adultos haríamos a veces muy bien en volver a descubrir la atención dispersa y flotante de los niños: porque ofrece otra visión del mundo, que quizá no case con las necesidades de nuestro sistema productivo, pero que nos ayudaría a descubrir que podemos ser personas más creativas y más libres.

Volvamos a la noche. La iluminación nocturna de casas y calles, así como el hecho de que vivamos en un entorno bastante previsible y seguro, ha hecho que ya no percibamos la noche como un reino de oscuridad, de misterio, de temores. Los niños, sin embargo, experimentan el sentido primigenio de la noche, y de ahí que casi todos, a una edad u otra, sientan miedo a la oscuridad y no quieran quedarse solos. En la soledad de sus camas, entrenan sus ojos para ver en la oscuridad; y preparan sus oídos para distinguir los innumerables ruidos de la noche.

Yo recuerdo las noches de mi infancia como un espacio vacío en el que florecían los sonidos. Muchos de aquellos ruidos eran reconocibles, y por tanto interpretables: el sonido que hacía la luz de la escalera al encenderse, los pasos de quien subía los escalones (que eran siempre distinguibles cuando se trataba de una persona conocida), la llave que se introducía en la cerradura. Me acuerdo sobre todo de aquellas noches en que habían salido mis padres y a mí me costaba conciliar el sueño. Quizá la experiencia más asombrosa y aterradora fuera escuchar el silencio tratando de reconocer, dentro de él, algún sonido. Algunas veces terminaba oyendo muy alto el ruido de mi propia respiración, que marcaba un ritmo; llegué a pensar que era así como sonaría un fantasma arrastrando su capa blanca sobre la moqueta, y haciendo pequeñas pausas en su avance. Cualquier ruido inesperado, por supuesto, hacía que el corazón se acelerara (y entraran los propios latidos del corazón en mi cabeza).

Gabriele, a su corta edad, es ya todo un experto en los ruidos de la noche. Sobre todo en los que tienen que ver conmigo. Yo me quedo a su lado, en su habitación, hasta que se queda dormido. Y a menudo tengo que salir de allí con mucho cuidado, casi furtivamente. Porque a pesar de que no le despierte el ruido de la televisión, ni el de un grifo abierto o una conversación telefónica, basta con que cruja un poco la madera del suelo mientras salgo del cuarto, o ya en el pasillo, para que se levante y vuelva a exigir mi presencia. Reconoce perfectamente nuestros pasos, casi diría que hasta nuestra manera de abrir y cerrar las puertas. Yo, estando a su lado, he vuelto a descubrir los ruidos de la noche, amplificados por la oscuridad. Me he reencontrado con esa sensibilidad extrema a los pasos, las voces, al llanto de mi hijo. Son sonidos que no se confunden con el ruido circundante; que se reconocen siempre, en cualquier contexto y circunstancia, porque tienen que ver con nuestro deseo de no entregar al silencio y a la oscuridad de la noche aquello que más amamos.

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