LO QUE SABE LA LUNA

La escritura es un oficio extraño. Lo es porque en ocasiones uno no sabe lo que ha escrito hasta después de mucho tiempo; o porque la mayor parte de las veces no lo acaba de descubrir nunca. Sucede también que uno encuentre en sus escritos lo triste y lo inquietante sin entender muy bien de dónde ha salido; que de algún modo luche por abandonarlo pero esto vuelva una y otra vez, con sus múltiples caras. Hasta dejarlo a uno rendido ante las palabras. Yo en ocasiones pienso: “Quería escribir una historia muy alegre y por momentos se me ha vuelto oscura”. O, las más de las veces: “No sé por qué mis personajes se vuelven medio locos, cuando yo, antes de sentarme a escribir, los imaginaba más normales”. Me ocurre sobre todo cuando escribo literatura infantil. Fantaseo con un cuentecito liviano, gracioso, alegre. Y según avanzo en su escritura, incluso aunque mantenga estas mismas cualidades, me doy cuenta de que se ha colado en él un reguero de angustia.

Escribí Lo que sabe la Luna, mi primera incursión en el mundo de la literatura infantil, cuando Gabriele tenía un año y medio, y acaba de publicarse ahora. El trabajo de ilustración, que he tenido la inmensa suerte de que aceptara hacer Alfonso Ruano, y los tiempos de la editorial (SM) han hecho que me encontrara con el libro terminado entre las manos en un momento en que ha adquirido otra perspectiva: ahora Adriano es el que tiene un año y medio, y Gabriele está a punto de cumplir cinco. Y me doy cuenta de las cosas que se repiten (la repetición, aunque parezca mentira, nos enseña mucho), y de que ese cuento lo podría haber escrito idéntico para Adriano (no soy de las que piensa que criar al segundo hijo es más fácil que al primero; más bien al contrario, las tareas se multiplican, las preocupaciones se multiplican, su intensidad es la misma: esa repetición que no deja de gobernar mi vida).

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Pues bien, he descubierto, al volver a leerlo, que el período que va desde que un bebé empieza a moverse hasta que ya puede hablar es difícil para las madres. Que duelen al mismo tiempo la separación y la dependencia; que las mismas tensiones que llevan al niño a llorar delante de la puerta del baño porque has desaparecido durante unos segundos las tiene la madre dentro. Y que hay una parte de ti que querría salir huyendo y otra que desearía encerrarse con el bebé dentro de un armario. Y permanecer allí. Y angustiarse pero a la vez admirar en soledad la belleza única del niño. Eso hace en un momento de la historia la madre de mi cuento.

Pero claro, no es eso todo lo que ocurre. Al volver a leerlo me he dado cuenta de que los niños nos salvan, las palabras nos salvan. Cuando un niño empieza a hablar se abre un mundo nuevo, una realidad, la de su incipiente mundo interior, que se está formando, y cuya presencia ya se intuye en cada paso que da, en cada cosa que hace. Las palabras surgen unidas al juego, a las ideas propias, a las primeras fantasías. Por eso el niño que habla, que dice “mamá”, salva también a la madre del fuego de esa dependencia que podría terminar por ahogarles. Se salvan mutuamente. Abren los ojos. Salen fuera. Pueden estar juntos sin ese pánico atroz a perderse.

Mi historia tiene un final feliz. Y cuando se la leí a Gabriele se rió bastante, así que supongo que ha conservado los momentos graciosos con los que yo fantaseaba. Es breve y creo que mantiene ese punto liviano. Pero es la angustia la que, sin ser buscada, completa el cuadro. Quizá le otorgue un poquito de verdad, de ese tipo de verdad al que sólo puede accederse a través de la ficción. Juzguen ustedes.

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