Siempre he vivido en casas llenas de libros. Mis estanterías no están muy ordenadas, y a veces tardo un rato en encontrar lo que busco. Vagando de aquí para allá me voy encontrando con sorpresas en las que no reparaba desde hacía mucho tiempo. Los libros tienen la virtud de fijar ciertos momentos de la vida. Cada uno lleva el sello de dónde lo compraste y lo leíste, de quién eras en aquel instante.
Cuando se habla de la promoción de la lectura en la infancia yo siempre recuerdo que no fui una niña demasiado lectora antes de los doce o trece años. Sí leí con gran placer algunos libros concretos, como por ejemplo los de Roald Dhal o Judith Kerr, pero casi siempre prefería jugar o estar con la cabeza perdida en mi mundo imaginario. Muy al contrario de lo que suele decirse, sostengo que no es algo esencial que los niños lean solos. Mucho más importante es que estén en contacto con narraciones y poemas, lo cual, en un mundo como el nuestro, en el que narración oral prácticamente ha desaparecido, así como los romances y canciones populares, bien puede depender de haberse acercado a los libros, pero no necesariamente.
Prácticamente ninguna de las historias que escuché durante la infancia y dejó una profunda huella en mí la había leído yo. Mis padres tenían algunos libros, con letra pequeña y sin ilustraciones, que nos leían en voz alta: recuerdo bien un volumen verde agua con los cuentos de Andersen, otro de los Hermanos Grimm, y sobre todo un libro de formato grande que encerraba multitud de historias sobre los héroes y mitos de la mitología griega. Pasé muchos años escuchando historias, oyendo recitar poemas. Prácticamente todas las noches, hasta los once o doce años. Y recuerdo algunas de ellas con un intenso placer: los mitos de Ulises y Polifemo, el Minotauro, o el encuentro de Paris con las tres diosas; los cuentos de El pájaro de oro, Rapónchigo o La sirenita.
La vida con mis hijos me ha permitido reencontrarme con el universo de la literatura infantil, y lo primero que me ha sorprendido es su variedad y su riqueza, así como las enormes diferencias de calidad que hay entre los libros para niños. Unos maravillosos; otros espantosos, sosos y aburridos. En cualquier caso, he vuelto a descubrir la dimensión del libro como objeto, casi desde los inicios de la vida: Adriano, que pronto cumplirá cuatro meses, tiene ya un buen número de libros de tela que le han ido regalando y que ha empezado a agarrar y meterse en la boca. Le miro y me sonrío acordándome de una escena dramática de la literatura medieval que a mí siempre me gustó mucho, la del protagonista de Cárcel de amor, de Diego de San Pedro, quien antes de morir se comió todas las cartas de su amada.
Con Gabriele hace mucho tiempo que miramos, tocamos y leemos cuentos. Y ese momento, antes de dormir, o a otras horas del día, se ha convertido en una fuente de placer compartido. Últimamente, desde que nació su hermano, son algunos de nuestros instantes de mayor intimidad, de atención exclusiva. Y no puedo dejar de pensar en esa intimidad, y en que la lectura no sería nada sin ella. Cuando un adulto lee un libro, en soledad, se establece una relación de intimidad: algo está pasando entre el lector y las palabras que lee, algo que nadie más sabe, que parece inexistente (¿acaso el libro no es un objeto inerte?), pero que tantas veces nos conmueve, nos acompaña, nos asusta, nos cuestiona, nos desarma.
No sabría decir qué es lo que tiene que pasar para que un niño se convierta en un adulto que ame la lectura; pero sospecho que tiene mucho que ver con haber experimentado, en la infancia, esa intimidad alrededor de los relatos y los poemas. Y creo que en los primeros años de vida la relación directa con un libro es difícil, costosa, casi cerrada; por eso no sé si tiene mucho sentido animar a que los niños pequeños “lean”. Todo fluye de otra forma si somos nosotros quienes les leemos. Porque entonces el relato cobra vida en la voz de los padres, y la intimidad creada junto al niño deja entrar también a las palabras en su pequeño círculo. Sospecho que ha de ser muy difícil alcanzar la intimidad necesaria para disfrutar de un libro en la edad adulta si no se ha tenido suficiente intimidad con los padres, con su voz, con sus historias, con sus cuerpos y sus canciones. Al final, esa transmisión es la esencia de la literatura, y por eso los escritores y los buenos lectores dicen cosas tan aparentemente extrañas como que se escribe y se lee con el cuerpo, o que las experiencias a las que se accede leyendo alimentan y transforman las que se tienen realmente en la vida.
La experiencia fundacional es la voz de la madre y el calor de su cuerpo; y de ahí, de un modo o de otro, un buen día se llega al contar. Y a través la intimidad del contar años más tarde un niño se sorprende al reconocer que puede alcanzar una intimidad parecida al leer. Y entonces sucede esa maravilla que consiste en que amamos a los personajes de los libros como si los hubiéramos conocido, y sentimos que hemos penetrado en el corazón de sus autores. ¿Pero sucedería lo mismo si nunca hubiéramos creído en unicornios y dragones, si nuestros padres no nos hubieran trasladado, con su voz, a un mundo lejano y nos hubieran invitado a creer en él? Quizá la lectura del adolescente y el adulto no sea sino la expresión de la pérdida de esa comunión primera: una falta que se convierte en un regalo, porque permite reencontrar, por otras vías, esa intimidad con lo perdido (con lo inexistente, con lo pasado) que para muchas personas es inalcanzable una vez acabada la infancia.
Desde hace unos meses participamos en un programa de fomento de la lectura de la Casa del Lector y el Ayuntamiento de Madrid que se llama Casas lectoras, para niños de 0 a 6 años, es decir, todos ellos prelectores. Y este aparente sinsentido, ¿leer sin saber leer?, constituye en realidad todo su hallazgo: sin duda sus creadores han entendido que para formar futuros lectores es necesario implicar sobre todo a las familias, haciendo que los niños tengan libros y escuchen cuentos. Cada mes nos prestan cinco cuentos adaptados a la edad de los niños y vamos comentando qué nos parecen. Esta tarde, en un acto de clausura, tendremos que devolver los de este año. Porque así son las historias y sus personajes, aparecen y desaparecen, se guardan en nuestra memoria y dan lugar a nuevos relatos.
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