Elisa Martín Ortega, Alumbramiento, Palencia, Cálamo, 2016.
Uno no decide los libros que escribe. Desde ese descubrimiento, hecho ahora de una forma más nítida que en anteriores publicaciones, me sorprende haber concluido, y tener ya entre las manos, mi último libro de poemas: Alumbramiento. Se podría decir de él que trata de la maternidad, en tres etapas: “Preludio de amor”, centrado en el amor de pareja; “Espera”, sobre el embarazo; e “Infancia”, que recoge la relación de una madre con su niño que aún no habla (evocando el significado etimológico de la palabra in-fancia). Sin embargo, yo prefiero afirmar que es un libro que habla de la intimidad: de la intimidad de una mujer con su amante; de la intimidad con el propio cuerpo; de la intimidad de una madre con su bebé. Encuentro en esa palabra, intimidad, el vértice donde confluyen los cuidados, las pasiones, las heridas y la soledad necesaria para todo acto de escritura. Porque también es preciso evocar la intimidad de ese cuarto cerrado en que se escribe, de una libertad que es al mismo tiempo presencia y ausencia de lo que más amamos.
Los poemas fueron compuestos lentamente, a lo largo de los últimos tres o cuatro años, y están ordenados en orden cronológico. Nunca me había pasado antes concebir un poemario de una forma tan sencilla, tan marcado por el propio discurrir del tiempo. Pero tampoco se trata en modo alguno de un diario o una confesión. Creo que se recorren tres momentos que tienen que ver con esa intimidad a la que me he referido antes, y que surgen, sobre todo, de una experiencia del cuerpo. Escribir sobre el cuerpo es siempre un desafío. Es tratar de llegar con las palabras a un lugar donde, por definición, no hay palabras. Buscar nombres que alumbren y que ofrezcan una vía de acceso a ese territorio ignoto de lo que esconde y lo que sabe el cuerpo: lo placentero y lo terrible; lo tierno y lo amenazante.
En última instancia, querría nombrar sólo a la piel. Esa última frontera del cuerpo, que, leyendo el libro a posteriori, me ha parecido descubrir como una presencia constante. La piel de los amantes, donde reside el tacto; la piel del niño en el vientre materno: oculta, que no alcanza a tocar su madre, y que sin embargo se desarrolla en su interior; la piel a través de la que se toca al recién nacido, que permite el primer contacto entre dos cuerpos. “El corazón late en la piel”, quizá ese sea el último hallazgo de Alumbramiento. El pecho es, a menudo, pura angustia, y las emociones se filtran a través del tacto, de lo presentido y lo sensible.
Poco más puedo decir. La ausencia se ha convertido en la condición de la intimidad y de la escritura. Pues no hay presencia sin una falta anterior, sin un vacío que se avecina. Escribir sobre la plenitud que invade –el sexo, el cuerpo lleno y colmado de vida, los niños que nunca renuncian a la presencia, la angustia que todo lo envuelve a pesar de uno mismo– sólo es posible desde la separación intermitente, desde la soledad, desde un no-estar que permite el encuentro.
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