GABRIELE EN EL PARQUE

Los parques infantiles son un pequeño universo paralelo por el que yo no transitaba desde hacía veinte años. Durante todo ese tiempo prácticamente ignoré su existencia, no sabría decir si había parques infantiles cercanos a las distintas casas donde he vivido. Y, de repente, hace unos pocos meses, y sobre todo desde la llegada del buen tiempo, se han convertido en un lugar cotidiano e insustituible. Resulta que a Gabriele le encanta el parque: la arena, el tobogán, los coches y los balancines… He podido comprobar, al mismo tiempo, lo mucho que ha cambiado el mobiliario de los parques desde mi infancia, y también lo iguales que son los niños.

Mirando a Gabriele se me han refrescado algunos recuerdos muy remotos de riñas por los cubos y las palas, o de esa ambivalencia que tienen tantas veces los niños, y que hacía que mi hermano y yo fuéramos todas las tardes llorando al parque (porque no queríamos ir) y regresáramos también llorando (porque no queríamos volver). A Gabriele le sucede algo parecido con el baño de cada noche.

Tenemos la suerte de tener un muy buen parque infantil justo al lado de casa, los Jardines de Gregorio Ordóñez, donde Gabriele va todas las mañanas y algunas tardes. Otras tardes me lo llevo al Retiro, que también es una gran fortuna que esté cerca. Allí está menos entrenado con las atracciones de las zonas de juego infantil, pero su mundo se amplía: títeres, músicos, patinadores, ciclistas… y, sobre todo, un contacto con los animales y la naturaleza que es cada vez más difícil que tenga un niño en una gran ciudad. A veces me planteo si es normal que Gabriele sepa mejor lo que es un coche o un autobús que un caballo, un pato o un pájaro. Los libros infantiles están llenos de dibujos de animales, y hay innumerables juguetes con botones que reproducen las onomatopeyas de cada uno de ellos, ¿pero qué piensa de todo eso un niño de un año y medio que nunca ha visto una vaca, ni una gallina, ni un cerdo?, ¿es ese el modo más adecuado de descubrir el mundo, a través de materiales educativos que reproducen imágenes y sonidos de realidades desconocidas para el niño?

Si me fijo en Gabriele, tengo mis dudas de que los niños realmente asimilen ese tipo de información, o al menos que le den el mismo valor que a la que obtienen de la realidad. Mis padres tienen un perro y a Gabriele le interesan mucho los perros: los que ve por la calle, y también un perrito de juguete que arrastra por casa con un cordón. Pero no muestra gran interés cuando le enseño los dibujos de las vacas, los canguros o los rinocerontes; aprieta los botones para oír las onomatopeyas, pero no tengo claro que las relacione verdaderamente con un animal u otro. Por el contrario, juega con coches o muñecos, representaciones de cosas que sí conoce.

Así, en nuestras tardes en el Retiro, llevo a Gabriele a tocar la corteza y las hojas de los árboles, a arrancar la hierba, las margaritas, a ver a los patos y los peces del estanque, los pájaros, ¡y hasta hay unos policías que se pasean a menudo con caballos! Ha tenido la suerte de ver y tocar también a los caballos. Los animales reales llaman su atención, le encanta examinar las plantas, y hace poco se quedó extasiado ante un conjunto de margaritas. Creo que en un proceso de aprendizaje ideal la imagen de la flor debería venir después de la flor, y no al contrario. De hecho, nuestros niños crecen tan inmersos en todo tipo de representaciones virtuales que me pregunto si no estaremos contribuyendo a que pierdan la idea misma de representación, dado que el modelo real parece irrelevante.

Ahora que Gabriele empieza a jugar de forma un poco más elaborada, tengo claro que sus primeros juguetes han de ser representación de las realidades que conoce: un autobús (por alguna razón le encantan), coches, una escoba y una fregona, una sillita de los muñecos, un perro… Después vendrán, por supuesto, las naves espaciales y los animales exóticos, pero una vez que ya entienda el mecanismo de la representación y sepa distinguir las cosas de la imagen de las cosas.

El parque se ha convertido, por tanto, en un lugar de descubrimientos. También en lo que se refiere a mi hijo y a nuestra relación. Me gusta verle “en acción”, rodeado de otros niños, observar sus reacciones: no sabía que fuera tan intrépido con los toboganes, y me llama la atención cómo intenta imitar todo lo que hacen los niños mayores y, cuando no puede, o no le dejan, se encoge de hombros un poco decepcionado.

También juega conmigo. Y allí, en ese ambiente lleno de cosas fascinantes, casi nunca me obedece. Cuando vamos al Retiro, se echa a correr hacia cualquier lado; si le llamo y le digo que venga, me mira pícaro, me dice adiós con la mano y sale corriendo en dirección contraria para que le persiga. Sin parar de reírse y sin volver la cabeza para comprobar dónde estoy. A veces yo me quedo quieta hasta que veo que se aleja demasiado. Y me pregunto cómo no tiene aunque sea un poquito de miedo a perderse. Se lo comenté el otro día a una amiga, y me dijo: “¡así es el juego!: sale corriendo de ese modo porque está completamente seguro de que vas a ir detrás”. Me pareció que su respuesta era acertada, y me dio por pensar: ¿no nos pasaremos la vida, ya de adultos, tratando de jugar a ese mismo juego? Con la diferencia de que, pasados los años, necesitamos comprobar que alguien nos sigue. Ya no lo damos por supuesto. Me alegra saber que Gabriele, con su ciega confianza, si debiera rescatarme del Infierno no me perdería como Orfeo a Eurídice.

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