LA MUERTE DE UN POETA

Las noticias que encuentro cada mañana abren un lugar al nuevo día: suelen ser imágenes y palabras que captan mi atención durante unos momentos, y después se esconden, para reaparecer en conversaciones cotidianas, o más tarde, en la memoria. Muchas se habían ido acumulando en los últimos meses, muchas muertes de poetas: Juan Gelman, Félix Grande, José Emilio Pacheco, Ana María Moix. Hasta que la última, la de Leopoldo María Panero, las hizo a todas ellas presentes, como una realidad ineludible, inexpugnable.

Me reencontré con un recuerdo mío, de Leopoldo María Panero en Barcelona, hará ocho o nueve años. Estuve con él un rato, junto con algunos amigos comunes. Y no me impactó su locura, puesto que lo poco que todo el mundo sabía de él es que estaba loco, sino su conciencia: de la locura y del modo en que le miraban los otros. Creo que, en todo el tiempo que estuve con él, no pronuncié una palabra. No sé si él reparó en mi presencia. Tenía que leer poemas ante un teatro abarrotado y de repente dijo que no salía, que él no era un mono de feria. Todos convinieron que Ana María Moix era la única que podría convencerle. Y fueron a buscarla. Y Ana llegó, con su bondad y su inteligencia, y en unos instantes convenció al poeta. Los otros la celebraron, pero se la veía triste, a Ana, de haber tenido que ir a pedirle que saliera al escenario a Panero. Poco más recuerdo. La lectura fue vibrante, con momentos emocionantes y otros de locura ramplona; sé que me pregunté si el poeta era un provocador, un niño o un loco; o las tres cosas al mismo tiempo. Me seguía interrogando su conciencia.

Y sólo tras su muerte descubrí, entre el marasmo de noticias y poemas que fui recorriendo sin descanso, estos versos dedicados a su madre:

POEMA A MI MADRE

(reivindicación de una hermosura)

Escucha en las noches cómo se rasga la seda
y cae sin ruido la taza de té al suelo
como una magia
tú que sólo palabras dulces tienes para los muertos
y un manojo de flores llevas en la mano
para esperar a la Muerte
que cae de su corcel, herida
por un caballero que la apresa con sus labios brillantes
y llora por las noches pensando que le amabas,
y dice sal al jardín y contempla cómo caen las estrellas
y hablemos quedamente para que nadie nos escuche
ven, escúchame hablemos de nuestros muebles
tengo una rosa tatuada en la mejilla y un bastón con
empuñadura en forma de pato
y dicen que llueve por nosotros y que la nieve es nuestra
y ahora que el poema expira
te digo como un niño, ven
he construido una diadema
(sal al jardín y verás cómo la noche nos envuelve)

Al leerlo, vi al niño que busca a su madre en lo oscuro, que llora por las noches pensando que le amaba, y al caballero que apresa a la muerte con sus labios brillantes. Vi a la madre que lleva un manojo de flores “para esperar a la muerte”, que sólo palabras dulces tiene para los muertos, y a quien el hijo ha construido una diadema con la nieve. Vi su encuentro, de madre e hijo, en el jardín: ambos hablan quedamente para que nadie los escuche. Y vi a la Muerte que acababa de caer de su corcel. Y la magia. Y una hermosura. Es, de forma absoluta y nítida y brillante, un poema de amor, y no hay nada de loco en sus palabras. Nada de espantoso ni de desproporcionado, eso que tanto nos asusta a los demás de la locura. Hay ternura y nostalgia, hay dolor y hay pérdida, hay un mundo vasto que envuelve a los hombres desvalidos, y la muerte que llega y espera.

leopoldo-maria-panero

El poema me hizo pensar en las madres y en los hijos, en lo que supone arrojarlos a una realidad tan fría. Fría y oscura pero en la que la nieve brilla, en la que la noche envuelve y pueden hacerse eternas diademas. ¿Y qué les deparará la vida? El drama humano y la ternura; una espera de la muerte: eso fue la vida de Leopoldo María Panero. Eso es la vida humana, y así lo expresan los poetas.

En estos versos, que son cuerdos y sosegados, lúcidos y certeros, se respira el amor, el deseo de cumplir los deseos, la mirada de quien observa el mundo sabiéndose apartado de él. Y aún así deseándolo. Panero dijo en una ocasión que “la locura no es de este mundo”. Honraríamos su memoria si dejáramos de considerarle el loco oficial de la poesía española, ese que llenaba teatros de espectadores, en parte morbosos, que buscaban ver y escuchar al loco, y nos dejáramos descubrir por su poesía: palabras que nos hablan desde el otro lado de la vida, desde esos páramos que sólo algunos, muy pocas veces, se atreven a transitar. Y reconozcamos también en él, no sólo la atracción fatal de la muerte, el dolor y la desmesura, sino también la ternura, el ansia de libertad, el deseo de ser otro y escapar al drama de la propia vida: “Deseo de ser piel roja”. Leamos su poesía y veamos al niño, al hombre destruido, al poeta inspirado. Sin aplaudir, sin jalear. Hagamos, en torno a las palabras del poeta, un silencio.

Pero no olvidemos al hombre. Todos los poemas nacen de una experiencia. En este caso, al menos en parte, de la locura. Esa locura que le llevó a pasar la mayor parte de su vida en manicomios (él rechazaba la palabra psiquiátrico), a estar roto y apartado, a acabar pareciendo un mendigo. La voz de Leopoldo María Panero nos recuerda que no sabemos qué hacer con los locos, que nuestro mundo los aboca a la tragedia, que no somos capaces de ofrecerles ningún lugar digno. Y que quizá, en sus mentes pobladas de fantasmas, anide también la “reivindicación de una hermosura”. Frágil y silenciosa como la nieve, terrible y pavorosa, perturbadoramente verdadera.

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