SEÑALAR EL MUNDO

Los bebés nos recuerdan, a los adultos, formas de comunicación en las que pocas veces habíamos reparado. Y no es que no las conociéramos, es que hace mucho tiempo que habíamos olvidado su gran abanico de posibilidades, restringiéndolas a situaciones comunicativas muy concretas. La predominancia absoluta del lenguaje verbal, al que llegamos en los primeros años de vida, hace que abandonemos o utilicemos poco otro tipo de gestos o actitudes comunicativas. Esto es especialmente verdad para mí: siempre fascinada por las palabras y sus múltiples matices, tiendo a fijarme en lo que los demás dicen, en cómo lo dicen, en su tono de voz, en su mirada y en su rostro mientras hablan, en las palabras que elijo, con cuidado, y en el efecto que tienen en los ojos y en la expresión facial de mi interlocutor… pero apenas empleo gestos (y cuando lo intento, en juegos, la absoluta falta de costumbre hace que me resulte difícil encontrarlos).

Sé bien que hay adultos mucho más hábiles que yo con el lenguaje gestual, pero los niños pequeños, que todavía no hablan y por tanto no se pueden comunicar con palabras, son el mejor ejemplo de cómo la comunicación puede desarrollarse, e incluso alcanzar un cierto grado de sofisticación, casi al margen del habla. Y digo “casi” porque Gabriele acompaña sus gestos de “protopalabras”, que no creo que signifiquen nada muy concreto, pero que consiguen captar la atención del adulto: últimamente cada vez que quiere algo dice “acá…”. Y me parece que es un paso más respecto al balbuceo anterior, en el que se ensayaban sonidos pero sin una verdadera intención comunicativa: aquellas fascinantes parrafadas sobre las que escribí hace un tiempo en este blog.

Gabriele tiene ahora catorce meses, y se encuentra en una fase en la que su principal medio de comunicación (junto con el llanto, los gritos, la sonrisa, la risa y la mirada) consiste en señalar con el dedo índice. Lo señala todo: lo que quiere, lo que desea mostrar, lo que le sorprende, lo que identifica. El dedo índice, de hecho, ha sido una de sus principales pasiones desde que tenía más o menos ocho meses: pues todo lo quería explorar con él (las cosas, las imágenes, los agujeritos, los botones, las partes del cuerpo que le llamaban la atención, como la nariz, el ombligo o los pezones). Sin embargo, no fue hasta los doce o trece meses cuando empezó verdaderamente a señalar, indicando lo que se encontraba lejos, no tratando siempre de tocarlo (y reemplazando progresivamente así al gesto con el que pedía anteriormente, que consistía en alargar el brazo y extender la mano abierta, y que ahora sólo usa cuando quiere algo que está muy cerca de su alcance).

Hace mucho que nosotros sabemos cuáles son los objetos preferidos de Gabriele: teléfonos y mandos, peines y cepillos (o cualquier otra cosa que “sirva” para peinarse o hablar por teléfono), cucharas y tenedores, llaves, coches pequeños, interruptores de la luz, botones, bolígrafos y plumas, cuadernos, cajones, cubos, bolas, todo lo que sea comestible, los chupetes. Pero desde que empezó a señalar hemos aprendido otras cosas sobre su pequeño mundo: le encantan los árboles, las luces, los perros, los cuadros de colores. Al principio señalaba, sobre todo, por la calle; creo que la primera vez que le vi hacerlo fue en el parque de la Ciutadella, en Barcelona: apuntaba hacia unos árboles otoñales, llenos de hojas doradas apunto de desprenderse de sus ramas. Otras veces no me queda claro que es lo que ha llamado su atención: ¿un coche?, ¿la farola?, ¿un perro? Un buen amigo nuestro dijo un día que Gabriele parecía E.T. (“El extraterrestre”) cuando iba por la calle, porque muchas veces apuntaba con el índice hacia arriba y así se quedaba, como si hubiera visto algo en el cielo.

Lo más curioso, desde mi punto de vista, es que el señalar lo que quiere que le demos (algo que ahora hace todo el día) vino una o dos semanas después: lo primero fue indicar para mostrar, como si Gabriele hubiera dicho “mira” antes que “dame”. Se lanzó a señalar el mundo para admirarlo, para enseñarlo, y una vez que comprobó que le entendíamos, que identificábamos lo que quería mostrarnos, que lo nombrábamos, se lanzó también a indicarnos lo que deseaba tener, esta vez sí, con una voluntad de posesión. Ambas formas conviven ahora, y a mí sigue encantándome la primera, porque me parece que es reflejo de una comunicación más íntima, precisamente por ser más gratuita: no tiene más finalidad que la de compartir una experiencia.

He estado pensando últimamente en las semejanzas y diferencias entre señalar y hablar. Y es evidente que el lenguaje verbal es mucho más preciso. Sobre todo, implica un grado de abstracción que no existe todavía en la mente de Gabriele (o que si existe es aún muy incipiente): cuando decimos “agua” o “perro”, nombramos el agua que sale del grifo, el agua del mar, la que está dentro de un vaso o derramada por el suelo; el perro puede ser de muchas razas, de verdad o de juguete, una imagen en un libro o un personaje de dibujos animados. Gabriele sabe que todos sus coches de juguete se llaman “coche”, a pesar de sus diferencias, supongo que porque tienen ruedas y jugamos con ellos siempre del mismo modo; pero cuando señala algo, se refiere a la cosa concreta, a ese objeto, esa luz, ese árbol, todos únicos e insustituibles.

Me he dado cuenta, además, de que muchas veces es ese el uso del gesto de señalar que pervive entre quienes ya manejamos el lenguaje verbal: señalamos diciendo “dame esa copa” (y no otra, quizá entre muchas), dado que los nombres designan un concepto mental, y no un objeto en concreto. Quizá por eso, también, algunas de las primeras palabras que comprende el niño sean precisamente nombres propios, que no dan lugar a equívocos (papá y mamá, su propio nombre).

Según pasan las semanas vemos cómo Gabriele entiende cada vez más las palabras; le hablamos de lo concreto, de lo que tiene delante, de las acciones cotidianas, también de lo que no se ve pero se puede buscar y aparece. Así va progresando en el lenguaje como representación. Mientras tanto, nos dejamos embaucar por su pasión por el mundo, que se muestra y se conoce señalando. Una caja no es una caja: cada caja es un tesoro. Creo que cualquier niño de la edad de mi hijo suscribiría la célebre afirmación de Magritte: Ceci n’est pas une pipe.

A veces me pregunto qué es lo que Gabriele imagina que sucede cuando él señala algo: por qué mágico proceso nosotros le entendemos y cumplimos sus deseos. Está claro que ha aprendido a señalar por imitación, porque nos ha visto hacerlo a nosotros, pero después (y creo que esto denota una cierta creatividad) ha ido ampliando los usos de ese gesto. ¿Qué piensa cuando señala insistentemente una lámpara, una luz, un árbol?, ¿sólo lo quiere mostrar?, ¿quizá piensa que su acción puede tener algún efecto? Me acuerdo de nuevo de E.T., que hacía revivir las flores con su dedo índice iluminado, que apuntaba al cielo y decía: “mi casa, teléfono…”. Puede ser que en la mente de los niños muy pequeños suceda algo parecido, que los gestos y la magia de E.T. nos emocionaran tanto en la infancia porque fueran en realidad un reflejo de nuestras más remotas fantasías.

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