EL ARTE DE LA IMITACIÓN

El domingo pasado vinieron a nuestra casa los Reyes Magos. Fueron muy generosos con Gabriele aunque, por primera vez, se olvidaron de nosotros. Habrá sido por la emoción de encontrar por fin a un niño en la casa después de tantos años. Le dejaron una casita de tela en forma de circo, para meterse él dentro, unas construcciones de Pocoyó, unas pinturas y una mesita para aprender a garabatear, un gatito que ríe y da volteretas, y una escoba, una fregona, un cubo y un recogedor de juguete.

Gabriele se quedó muy sorprendido cuando vio la casita llena de globos, se aturulló un poco abriendo los paquetes (¡tantas cosas al mismo tiempo!), pero no dudó ni un momento al descubrir su juego de limpieza. Cogió la escoba y la fregona, empezó a barrer y a fregar, y se olvidó de todo lo demás. Lo que más gracia nos hizo es que nada más verlas supo perfectamente para qué servían: las metía en el cubo y las movía como si las estuviera aclarando, y otra vez a fregar el suelo. Desde entonces está entusiasmado con su nueva actividad. Nada más llegar a casa busca su escoba y su fregona y las suelta pocos ratos al día. Limpia debajo de los muebles, las estanterías, los juguetes, se afana y se afana ante nuestra risa y nuestro asombro. Para mí, lo más curioso de todo es que se le ve que disfruta mucho jugando a limpiar.

¿Qué placer les provoca a los niños el imitar las acciones y el mundo de los adultos? Creo que esta es la pregunta que subyace al juego infantil: ¿por qué Gabriele se divierte haciendo que habla por teléfono, que se peina, que nos da de comer, que limpia y barre el suelo, o poniendo el chupete a sus muñecos? El suyo es aún un juego de imitación simple, poco elaborado, pero que ha ido creciendo en cantidad y en precisión a lo largo de los últimos meses (tal y como expliqué en otra entrada hace unas pocas semanas). También ha ido progresando en los otros juegos, los que consisten en ensartar anillas en un eje, apilar cubos, meter y sacar bolas o encajar formas geométricas. Le interesan, se concentra en ellos y creo que se alegra de sus logros, pero me da la sensación de que los juegos de imitación le resultan más placenteros, se siente en ellos más libre y crea e inventa más. O quizá sea sólo una proyección mía: me pasé toda la infancia jugando casi única y exclusivamente a crear situaciones e historias imaginarias (con muñecos, coches, guerreros, pizarras o marcianos), y no me llamaban en exceso la atención los juegos de mesa o de habilidad, ni los puzles, ni las construcciones, ni tampoco el deporte.

Todos los niños conocen el arte de la imitación, se afanan en él y son meticulosos y cuidadosos en sus juegos. Cuando Gabriele mete la fregona en el cubo, y la mueve como si la estuviera aclarando, ¿qué debe de pensar él que está haciendo?, ¿se da cuenta de que debería haber agua?, ¿conoce el objetivo de ese gesto? No lo sabemos. Pero, en cualquier caso, él repite lo que ha visto y dentro de poco (si no lo hace ya), imaginará que ahí dentro hay agua (sin tener ninguna necesidad de que el agua esté físicamente), al igual que cuando le pido que me dé de comer me acerca la cuchara a la boca y los dos jugamos a que me está ofreciendo un alimento.

Es un hecho universalmente aceptado que los niños aprenden muchas cosas por imitación. Gabriele está aprendiendo, por ejemplo, a utilizar los cubiertos o a colocar algunos objetos donde corresponde. Lo interesante es que a menudo lo que imitan los niños no conduce a ninguna finalidad determinada: un niño puede divertirse emulando acciones y movimientos con los que no consigue hacer nada concreto. El fin no es lo importante. No hablamos entonces de aprendizaje utilitario sino de juego. Decimos que los niños se entretienen, dilatan el tiempo y disfrutan de sus gestos y sus actos.

No sé por qué tendemos a pensar, en nuestro mundo, que la imitación y la creatividad están reñidas, que para ser creativo hay que ser original y quien imita no lo es. Esto no fue siempre así. El juego de los niños, de hecho, es la máxima prueba de que la creatividad puede nacer precisamente de la imitación. Y así lo veían ya los clásicos cuando crearon el concepto de la mímesis. Aristóteles, en su Poética, defiende que la mímesis, la imitación, es precisamente el fundamento del arte. Y no se olvida de la infancia. Identifica dos causas que explican el nacimiento de la poesía:

La primera: el imitar es connatural al hombre desde niño, y en esto se diferencia de los demás animales, en que es inclinadísimo a la imitación, y por ella adquiere las primeras noticias. La segunda: todos se complacen con las imitaciones, de lo cual es indicio lo que pasa en los retratos, porque aquellas cosas mismas que miramos en su ser con horror, en sus imágenes las contemplamos con placer, como las figuras de fieras ferocísimas y los cadáveres.

Imitamos desde niños, nos deleitamos en ello, y quienes observan el juego infantil asisten a una obra de arte. ¿Cuántas veces no nos habremos maravillado de los dibujos de los niños, de sus palabras, de sus ocurrencias?, ¿por qué nos hace tanta gracia (y prometo que no sólo a sus padres) ver cómo Gabriele juega a fregar o a hablar por teléfono, si esas mismas acciones nos resultan absolutamente banales cuando las realizamos “de verdad” nosotros mismos?

La pregunta acerca del placer del juego me parece irresoluble, como casi todo lo que tiene que ver con el placer en nuestras vidas. ¿Por qué a los niños les gustan muchas veces las cosas menos pensadas? Como dijo un poeta, “el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe”.

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