TEORÍAS SOBRE CÓMO EDUCAR (II)

Hace meses, cuando Gabriele era todavía un bebé pequeño, escribí una entrada en la que daba mi opinión sobre determinados métodos conductistas para enseñar a dormir a los niños (concretamente el planteado por el célebre doctor Estivill). Desde entonces Gabriele ha crecido mucho, va dejando de ser un bebé para convertirse en un niño, y en lo referente a su sueño hemos pasado por diversas fases que no han modificado un ápice mi intuición de aquellos momentos: no es bueno dejar llorar a un bebé, fundamentalmente porque no sabemos por qué llora y su llanto no deja de ser una llamada de ayuda que necesita ser atendida (ya sea por hambre, dolor, afecto, miedo, o cualquier otra cosa que siquiera podamos imaginarnos).

Con diez meses Gabriele empezó a pasar la noche en su habitación, tras un verano en el que se durmió casi todos los días en brazos. Hicimos la transición poco a poco. Yo estuve varias semanas tumbándome con él en la cama y llevándolo después a la cuna, hasta que poco a poco logré que se durmiera en su cuarto, con mi presencia, dándole la mano. Y en ello seguimos.

En este tiempo también ha habido épocas en que se ha despertado a menudo llorando a media noche, y de hecho sigue pasándole con una cierta frecuencia. Nosotros sabemos que hay una solución infalible a ese problema: meterlo a dormir en nuestra cama. Y es lo que sucede muchos días, porque no tenemos ganas de luchas o de paseos en brazos por el pasillo muy de madrugada. Otras veces hago el intento de que se vuelva a dormir en su cuna. En una época decidí tumbarme a su lado con un colchón en el suelo, dándole la mano. ¡Pero era tan cansando! He llegado a la conclusión, finalmente, de que eso de que los niños se malacostumbran por darles demasiado cariño no es en absoluto cierto. Los niños tienen sus ritmos y sus necesidades. Hay épocas en que nos necesitan más por alguna razón, y no pasa nada porque estemos entonces con ellos. No es ninguna condena a que sean dependientes de por vida. Al contrario, pienso, a través de mi corta experiencia, que aliviar un posible sufrimiento en la primera infancia puede ahorrar muchos sufrimientos futuros.

Pero querría hablar hoy, también, del otro extremo en las teorías educativas: de todos los libros y foros en los que se propugna la llamada “crianza con apego” y se recomienda el colecho hasta edades prolongadas. Pienso, por ejemplo, en las célebres obras del pediatra Carlos González. Leí algunas de ellas durante mi embarazo y me dejaron un sabor agridulce: me parece que conciben la relación entre la madre y el bebé de un modo tan exclusivo que acaban excluyendo o al menos relegando a un segundo plano el papel del padre. Y, si bien es verdad que durante los primeros meses, quizá el primer año, el principal vínculo del bebé es, de una forma abrumadora y prácticamente exclusiva, con su madre, no deja de ser cierto que la presencia del padre junto a ellos desde el primer momento, y el aumento de su protagonismo según pasan los meses, es fundamental para que después, alrededor del año, pase a ocupar un lugar muy importante en las preferencias y la vida del niño.

Digo esto porque en los libros de Carlos González y sus seguidores se llega sugerir, o incluso a recomendar, que los niños duerman de forma prolongada en la cama de los padres, entre sus padres, e incluso que, si hay más hermanos y poco espacio, sea el padre quien abandone el lecho conyugal para dejar a la madre con sus niños y no perturbar así su vínculo. Quizá yo tenga mis propios prejuicios, derivados de mi educación y mi experiencia, pero esta idea me parece peligrosa, y sobre todo equivocada. Quizá porque pasé media infancia deseando dormir en la cama de mis padres. Y pidiéndolo. Y ellos se negaban y, ante mi insistencia, y mis quejas de que no era justo que yo tuviera que dormir sola, a menudo mi padre me decía que debía hacerme mayor y buscar un nuevo amor con quien dormir. Y aquello hizo crecer en mí la curiosidad y el deseo por lo que me depararían esos nuevos amores, que no conocía, pero que tarde o temprano habrían de llegar.

Hace poco me contaron de un niño de casi tres años que dormía siempre con su madre y no aceptaba que el padre se metiera en la cama con ellos. No dudaba en decirle: “tú quita, mío mamá”. Una de las cosas que más me sorprendieron de Gabriele, siendo muy pequeño, era lo claras que tenía algunas cosas: una de ellas era, sin duda, que quería dormir conmigo. Un niño de un año es voluntad total, deseo puro, sin el más mínimo atisbo de inhibición. Gabriele a duras penas entiende que a veces no puede tener lo que quiere. Lo va entendiendo tras varios intentos y enfados. A veces admiro en él esa transparencia del deseo, esa supremacía de la voluntad: una clarividencia que a menudo los adultos llegamos a perder entre tantas inhibiciones internas y condicionamientos externos. Pero también soy plenamente consciente de que la vida está llena de privaciones, y que quizá la primera de ellas provenga de esas incipientes separaciones de la madre.

Aunque a veces sea difícil, aunque parezca doloroso, pienso que las madres tenemos el deber de ir poco a poco abriendo el pequeño mundo de nuestros niños. Y para ello lo primero que debemos hacer es dejar un lugar para el padre. Hacer un hueco en el que el padre pueda encontrarse con su hijo, y también un hueco en el que la pareja que fuimos, antes de ser padres, pueda volver a encontrarse.

Todo esto para decir que Gabriele acaba muchos días de madrugada en nuestra cama, y que nunca lo dejaría llorar sin consuelo a mitad de la noche. Pero que a la vez no paro de intentar que un buen día, más pronto que tarde, deje de ocurrir. Que sea sólo un juego de las mañanas de los fines de semana. Porque creo que los niños por sí solos no siempre son capaces de hacer las renuncias que les llevarán a encontrarse con sí mismos y con el mundo. Que las madres debemos despertar sus deseos, hacerlos crecer, pero también ayudarles a hacerlos posibles en la realidad. Y el mundo está lleno de frustraciones inevitables, y de hermosas renuncias que merece la pena aceptar y recorrer. Una de ellas es, sin duda, abandonar la cama de los padres. Para que crezca el deseo de volver a encontrar la plenitud perdida, abriéndose a una realidad nueva, peligrosa y fascinante. Recuerdo, en estos momentos, una frase de Platón: “la educación es hacer desear lo deseable”.

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