CONTAR LA HISTORIA DE OTRO

Hace unos días una amiga me preguntó si no había pensado en que quizá a Gabriele no le gustara, de mayor, que yo hubiera contado su historia y que otros la hubieran leído. Que a lo mejor sería mejor llevar un diario o cuaderno privado sobre mi maternidad. Y esa era mi idea en un principio: ir escribiendo las memorias de mi vida con él hasta que cumpliera cinco años, para después dejárselas como recuerdo. Porque a mí me hubiera encantado tener ese relato, el de los años que nunca recordaré. Lo expliqué hace ya más de un año en la entrada titulada Ser la memoria de un bebé.

Pero la pregunta de mi amiga no es una cuestión banal, sobre todo para mí, pues no hay nada a lo que le dé más importancia que al derecho que tiene cada persona de contar, con sus propias palabras, su propia historia: todos tenemos multitud de historias, y poco a poco vamos apropiándonos de nuestros recuerdos y nuestra vida. Es un derecho y una necesidad. Esta mañana cayó en mis manos una reciente entrevista con Alice Munro; en una de las preguntas se la interroga sobre el valor que tiene en su literatura la memoria de su propia historia familiar:

-En el relato «Mi vida querida», usted conecta la idea de la remodelación de una casa con el trabajo de la memoria. ¿Puede contarnos lo que piensa sobre la naturaleza de la memoria?

-Es interesante lo que sucede al envejecer, porque los recuerdos se vuelven más vívidos, en especial los recuerdos lejanos. Pero yo no hago ningún esfuerzo de memoria, simplemente está ahí todo el tiempo, y no sé si escribo más sobre eso de lo que solía hacerlo antes. Ciertamente, las historias de Finale son un trabajo consciente con la memoria, y no lo he hecho muy seguido porque creo que si una quiere escribir en serio sobre sus padres, su infancia, una tiene que ser tan honesta como pueda, pensar lo que realmente pasó, y no en la historia que te sirve en un plato tu memoria. Pero por supuesto que eso no es posible, así que al menos una puede decir: «Bueno, esta es mi versión de la historia. Esto es lo que yo recuerdo».

-Usted me ha dicho algunas veces que nos pasamos repitiendo las cosas que son difíciles hasta que logramos superarlas.

-Creo que eso es particularmente cierto respecto de los recuerdos de la primera infancia. Y siempre hay un trabajo sobre eso para intentar superarlo. ¿Pero qué significa «superarlo»? ¿Que ya no duela más? ¿Que lo hemos pensado hasta hacernos una idea más o menos clara de lo que realmente pasó? Pero nunca escribimos sobre eso. Tenemos hijos. Cuando ellos escriban la historia de su infancia, seguirá siendo sólo la historia de ellos, y el «tú» de esas historias será un «tú» en el que tal vez no nos reconozcamos. Y es por eso que hay que reconocer que incluso el relato que haga el esfuerzo más honesto seguirá sin contemplar la verdad de todos. Pero ese esfuerzo es valioso.

La memoria imposible y el esfuerzo valioso: me quedo con esas dos ideas fundamentales. Y con la consideración de que hay una ética ligada a la escritura. Una ética que no pasa, por su puesto, por contar siempre la verdad en el sentido tradicional del término (al menos en la ficción y en la poesía), lo cual no significa que no haya ninguna forma de verdad ni de compromiso. El compromiso es, a la vez, con uno mismo y con lo que se escribe. Ha de haber una autenticidad, que consiste en decir: nadie podría haber contado esto como yo lo he contado (podría haber sido mejor o peor, pero necesariamente distinto). Y esta autenticidad nace de la implicación, de la entrega, del trabajo con uno mismo. El segundo pilar fundamental de la ética de la escritura reposa en la honestidad, y me atrevería a decir que tal honestidad se basa, casi exclusivamente, en el amor. Uno tiene que amar lo que escribe: las historias, las palabras, los personajes, las reflexiones… Al menos lo tiene que amar mientras está escribiendo. Por eso no creo que ninguna obra literaria pueda interpretarse como una pura venganza o un ajuste de cuentas: esta puede haber sido su motivación primera, pero en el transcurso de la escritura el autor ha de encontrar el modo de amar lo que está haciendo, incluso lo que pueda resultarle más rechazable o repulsivo, y eso es honestidad, por extraño que parezca. A veces tiene que ver con aceptar y cuidar cosas que no soportamos de nosotros mismos; con proteger y amar lo que más duele, lo que más odiamos, lo que nos hace sentirnos más débiles.

Lo contrario a la autenticidad es la impostura (que no el fingimiento, necesario en la literatura), y lo contrario a la honestidad es la deslealtad, el desprecio.Pues bien, como dice Alice Munro, la historia de la infancia de nuestros hijos será siempre la historia de ellos. Y por eso creo que, en realidad, no estoy contando aquí la historia de Gabriele. Es el fingimiento literario de este blog. Hablo de mi propia historia como madre, de cómo llegué a este punto de la vida, de los recuerdos que se despiertan de mi propia infancia, de lo que significa vivir con un niño pequeño. Trato de ser sincera y honesta, creo que amo lo que escribo y que sólo yo podría escribirlo de este modo. A la vez, apelo a la benevolencia de mi hijo para que, en el futuro, acepte mi relato y se sienta libre de construir el suyo, el de su propia historia, que poco tendrá que ver con el mío. Por eso mismo siempre he pensado que dejaré de escribir este blog, en su forma actual, cuando Gabriele (o el último de mis hijos) cumpla cinco años, para no interferir demasiado, porque es a partir de esa edad cuando recuerdo haber comenzado a tener una memoria clara e hilada de mi propia vida.

Y reconozco, deberíamos reconocer, que tener un escritor en la familia puede ser, a veces, fuente de conflictos. En mi casa somos muchos: mi padre y mi madre, mi abuelo materno, ahora yo. Demasiados relatos, seguramente; demasiadas personas a la caza de un puñado de relatos. Durante algún tiempo aquello me llegó a resultar un tanto angustioso: recuerdo que mi padre publicó, bajo el título de El cuarto de al lado, fragmentos de algunos diarios que había escrito durante mi infancia. En uno de los episodios narraba mis despertares nocturnos, y a mí me desconcertó profundamente el no sentirme reconocida en su relato. Me desagradó, quería que lo borrara. Con el tiempo he conseguido pacificarme, y me he dado cuenta de que el punto de vista lo es todo en la escritura, y que, como bien dice Alice Munro, “incluso el relato que haga el esfuerzo más honesto seguirá sin contemplar la verdad de todos”. Me seguiré esforzando, pues, en construir una historia desde la autenticidad conmigo misma, desde el amor a lo narrado, y desde la conciencia de no estar en posesión de verdad ninguna; esperando que Gabriele, con los años, pueda aceptarla como lo que es: una historia escrita con dedicación y esfuerzo, un esfuerzo que se quiere valioso, pero que no es su historia.

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